Sinopsis: En la Bogotá del 2031 vive un joven titubeante, pero seguro, que, en busca de mejorar sus perspectivas laborales, se instruye como piloto de drones, y consigue ser fichado por la más afamada empresa de la rama. El joven, conocido en sus operaciones, como “el piloto”, es puesto al mando de drones capaces de atacar objetivos estratégicos en la lucha contra el narcotráfico. Pero, el último de esos “objetivos” logra tocar la fibra sensible del piloto, y enciende la rebeldía del sumiso joven, para cuestionarse su manera de ganarse la vida, y manifestarlo de manera abierta, con todos los peligros que su acto insurgente puede acarrear.
“El 0074 está a tiro, centinela. A su
orden, disparo”. Esa fue la última comunicación que le llegó al vigilante desde
el puesto de su llamado “piloto”. El experimentado centinela asintió mientras
escuchaba, su respuesta no podía tardar. Si estaba todo dispuesto, había que
aprovechar una ocasión que era fruto de semanas de investigaciones y espionaje.
Apretó la boca y de su garganta salió la esperada orden. El centinela apuntaba
directo como un futbolista ante una portería descuidada. Durante semanas había
registrado a conciencia las investigaciones sobre la víctima: alto, negro,
delgado, llamativo, cubano, activista, proselitista, dinámico, un puente entre
los políticos comunales y su comunidad, nexos sin probar con la disidencia de
la guerrilla. “Un benefactor”, pensó con sorna el centinela; la orden que
pesaba sobre 0074 era una ejecución extrajudicial.
El piloto no poseía esa información, se
limitaba a prestarle sus ojos a la cámara del dron. Era un muchacho metódico:
antes de hacer alguno de sus trabajos, respiraba hondo, vestía sus manos con
los guantes de precisión, y abría un dispositivo plegable, que le servía de
soporte para el simulador que operaba sobre sus hombros, a fin de ganar
precisión. Enfocó a su blanco tras abrir la mirilla. El dron se elevaba
invisible a siete metros sobre el suelo, como un gran y pesado insecto, cargado
con una ametralladora ligera de factoría norteamericana. Era un armatroste
voluminoso que se erguía a no demasiados metros de altura, con la
susceptibilidad de ser visto. Por ello, al piloto le resultó eterno el
incompleto minuto que pasó entre su aviso y la orden final. Tras unos minutos
de inquietud, rigidez y espera, observó que su víctima reposó en una silla, con
una botella de cerveza en la mano. Cuando el objetivo estaba sosegado, sentado
en una mesa de la tienda de la esquina, decidió disparar.
El reflejo en la mirilla tras el disparo
era cada vez más vomitivo; pero estaba obligado a presenciarlo, en la empresa
preferían cerciorarse de ocasionar bajas demostrables, en nunca dejar heridos.
Esa política sádica lo llevaba a ser siempre testimonio de muchas escenas de
dudoso gusto: órganos explosionando como granadas maduras al caer al suelo, y
esa noche, un certero tiro en la cabeza, que desplazó el tronco superior en
tromba, para desplomarlo sobre la mesa, ante la sorpresa prevenida de sus
acompañantes, que se espantaron y saltaron de sus lugares para esconderse de
unas balas que nadie sabía de dónde venían. Aquellas bajas podrían suponer una
victoria entrecomillada, un punto para él en su expediente como piloto; pero,
en realidad, se transformaban en fantasmas que, uno a uno, se presentaban en la
caótica mente del piloto para robar su raquítica paz.
El piloto tardó menos de un minuto en
desmontar sus aparatos y guardarlos en una pesada mochila. Desde el mirador en
el que se situaba, escuchó los gritos de horror de los transeúntes, pero lejos
de caer en el pánico, guardó su material, y saltó la primera de las verjas que
se encontraría en las azoteas de esos edificios, desde dónde huyó en cuanto
hubo oportunidad. El vehículo de apoyo estaba a menos de un kilómetro, muy lejos
para un sprint, pero para la tripulación del Jeep, adentrarse más en la barriada suponía despertar la suspicacia
de los paramilitares que operaban en el barrio con mano de hierro, y estaban al
tanto de cualquier movimiento anormal en su territorio. Dadas las
circunstancias, lo mejor era probar la autosuficiencia de ese piloto; el
centinela lo quería así, suponía una especie de prueba necesaria. De edificio
en edificio, sin que lo vieran, como un ágil macaco que saltaba, corría y trepaba,
el piloto, con su pesada mochila, iba dejando atrás los hondos lamentos, para
pasar a sentir con fuerza su respiración agitada, ahogada por el pánico.
Los acompañantes de 0074 se apartaron del
muerto en el mismo instante del disparo. El centinela sabía que traficaban, y
no eran peces pequeños, eran distribuidores medianos, que utilizaban la
barriada como refugio. Los tres varones de ropa ostentosa, se escondieron para
evitar una balacera para la que no estaban armados en su momento. Temían el
ataque de alguna otra banda, o una ofensiva de los paramilitares, y ante el
claro mensaje de ver a uno de los suyos emanando sangre sobre una mesa de
plástico, huyeron en desbandada.
El piloto llegó al Jeep de apoyo, en frente de
sí encontró el rostro sátiro, ajado, y de ojos brillantes del vigilante:
“Entonces, aquí tenemos al mejor expediente de disparos desde dron”, decía el
centinela, con media sonrisa, pensando en bromas para ese piloto con cara de
niño mimado, con gafas para miopes, tez trigueña, pelo negro, y misterioso
atractivo. El coche arrancó brusco, como si estuviera fabricado para los empinados
bosques de los cerros orientales de Bogotá. Según le había informado el
centinela, le pagarían sus honorarios en una base militar ubicada en medio de
esos bosques. El viejo centinela, agarrando una carpeta de papel, miró con
firmeza a los alterados ojos del piloto y comenzó diciendo: “Según lo que
contiene esta carpeta, usted tiene una trayectoria académica sobresaliente
durante toda su secundaria, unos triunfos deportivos que dejarían en rubor a
alguno de los mejores atletas actuales. Además de unas calificaciones de record
en cálculo y trigonometría… ¡Todo es, sencillamente, impactante!… Sin embargo,
antes de entrar como piloto de drones, usted se tiró cuatro años de su
existencia muriendo lentamente en un McDonald’s, del que fue encargado sin
mucha oposición… ¡Vea qué bien! ¡qué trabajador!”.
El piloto cada vez se mostraba más
incómodo con esa intromisión en su vida. “Usted, querido amigo, era una persona
sin los medios necesarios para desarrollar su mejor talento, para sobresalir en
esta sociedad; no lo había conseguido, y ese talento suyo es pilotar drones…
Conozco su trayectoria, ha sido un autodidacta y ha descubierto un talento sin
parangón. No quiero adularle, pero lo admiro y quiero que firme un autógrafo,
si es tan amable”.
El gesto y tono de voz del viejo
centinela sonaba tan sarcástico, que le resultaba insultante al poco
experimentado piloto que se mantuvo expectante, porque intuía que las lisonjas,
o burlas, no irían a parar ahí. “Señor piloto, como verá, le doy mucho peso al
valor que tiene el equipo, como conjunto, como una unidad, esa es la clave del
éxito… Es por ese motivo que necesito pilotos que tengan esa excelencia y
precisión que tiene usted. Necesitamos activos hagan ganar la guerra peldaño a
peldaño, de manera estratégica, que formen un equipo de élite”. El piloto miró
al centinela con recelo, no, no era un centinela como los que había conocido,
no era como lo esperaba. Más bien tenía pinta de ser uno de esos oficiales
canosos del Ejército, de esos que se encendían sus cigarros sin filtro con una
cerilla de cajetilla. Cuanto más lo miraba, menos podía evitar pensar en que
era uno de esos desalmados corruptos que disponían de las tierras y de sus
habitantes como propias, en sus oscuras tramas con los paramilitares, delegaban
la ley el orden, su jurisdicción. A lo largo de su corta vida, tipos como ese
oficial habían truncado su futuro, el de su familia y los de millones de
familias más de colombianos.
“Usted podrá formarse en las mejores
escuelas de vuelo de drones, tanto militares, como comerciales… ¡Ya lo veo!…
Entrenándose con los mejores en Estados Unidos, en Israel…, ¿usted se ha parado
a pensarlo?”. Un agobio empezó a sentirse entre las promesas de ese “centinela”.
Pensó en salir de ahí, bajar a la ciudad, conseguir algo de esa marihuana que
lo reconfortaba, y hacer lo posible por evitar pensar lo vivido esa noche, no
en su asesinato, sino en ese incómodo momento en el que lo plantaba el centinela
con sus ademanes manipuladores. Pese a la repulsa que le causaba la actitud del
centinela, algo llevaba al piloto a conocer más de las pomposas promesas que le
dibujaba. Mientras el centinela se extendía en ofertas, el piloto se preguntó
de dónde había podido sacar ese tipo toda la información que tenía sobre él.
Sabía que había borrado, a conciencia, todo su rastro en internet, en una
intentona por limpiar su imagen de cara a desconocidos. Sin embargo, resultó
muy sencillo para el centinela acceder a una carpeta del teléfono móvil de su
piloto, y encontrar allí algo que lo podría minar, tal y como lo pretendía, tal
y como iría a ocurrir.
El centinela sacó su terminal móvil. Por
un momento parecía que hubiera cesado la matraca de lo bueno que era ese piloto
para su equipo. El viejo oficial puso una mano en su boca, y en la otra
sostenía su teléfono, cuya luz azul iluminaba su gesto licencioso. Sonreía
mientras, desde los altavoces, sonaban unas familiares risotadas que enervaron
los ánimos del piloto, relegado a una segunda e incómoda posición. “¿Lo quieres
ver tú también?”, preguntó el centinela sin esperar respuesta, mientras sonreía
con cada vez más cinismo, desafiando al piloto con su mirada incisiva.
El piloto procuró pensar con mucha
cautela mientras en su gesto se dibujaban las arrugas de una frente tensa: se
habían colado en la memoria física de su móvil. No se había dado cuenta. No
suponía que fueran capaces, pero tenían ese poder, eso era lo que podía ver… y,
¿de qué les servía? “Imagine su futuro. Un alto tren de vida, sacando a su
familia del barrio donde viven. Sé que son desplazados de la violencia, pobres,
desfavorecidos, y eso me apena mucho… Pero, imagínese a usted, descansando en
el sofá de su lujoso apartamento, con los pies sobre la mesa de centro y
degustando un delicioso porro de esa marihuana cara que le gusta… Ese sería
su futuro si eligiera un camino con nuestra compañía, claro”. El centinela notó
que el muchacho aguantaba en una tensión constante mientras él no paraba de
torearlo a propósito, vacilando con sus deseos, con sus vergüenzas, con su
memoria, regodeándose de sus alcances. El piloto se sentía desnudo ante ese
oficial canoso y envejecido, no podía aguantar más.
“¿El puto Ejército?… ni loco”, era
evidente que el camino delineado por ese oficial canoso sería muy ventajoso si
careciera de memoria, de lealtad, pero ese no era el caso, aunque ese centinela
provocador lo supiera mejor que él, los militares y los paramilitares habían
diezmado a casi toda su familia en su Antioquia natal, y ahora eran ellos
quienes le ofrecían una plaza unirse a ese ejército, una plaza vacante para
reprimir a gente como él, para que fuera parte del engranaje de la maquinaria
de guerra del Ejército. Aunque las propuestas que le hiciera sonaran ventajosas,
se sentía con el honor de su familia pesando sobre él para que no accediera a
colaborar con sus enemigos. Pero, eso era el principio. La gota que había
colmado el vaso era esa delicada intromisión en su vida privada, esa extorsión
con un viejo vídeo en el que, fumado,
montaba un gran porro de cincuenta centímetros de largo, jaleado por las risas
y los ánimos de sus compañeros. Las vergüenzas a las que lo estaba exponiendo
el centinela a modo de chantaje lo reafirmaban en su inclinación por abandonar
aquella suerte de oficio, por muy bien que se le diera. No quería ser un
sicario a manos del Gobierno. Desde hacía tiempo quería dejar de cargar con las
responsabilidades de dar muerte a tipos como el 0074. Tipos que no lo merecían
en absoluto, los hijos muertos de una patria infanticida, acostumbrada a ver a
sus vástagos morir a manos de los hijos de otros.
El piloto le tomó el pulso a la mirada
alcoholizada del vigilante, cuando creyó tenerlo en su mira, abrió su boca
titubeante y le confirmó su decisión: lo dejaba, ese había sido el último, no
quería cargar con más muertos en sus espaldas El centinela lo escuchó con
paciencia, crujió sus cervicales mientras el muchacho alegaba que no iba a
contribuir con ningún muerto más, y cuando terminó, el viejo, con media
sonrisa, le pidió que se pusiera de pie, y se despojara de todo el equipamiento
de la empresa y que bajara del coche. “Señor, estoy en la otra punta de la
ciudad, ¿cómo pretende que me quede aquí?”, rogó el muchacho. “Bueno, una buena
caminata siempre ayuda a aclarar las ideas, algo así decía Nietzche. Con suerte
llegará hoy a donde vive”. El coche se detuvo, el centinela abrió la puerta del
compartimento trasero del Jeep:
“Vaya, mijo, y se lo piensa por el
camino”.
Era una noche cerrada en medio del bosque.
Cuando el vehículo de apoyo tomó distancia, el piloto
sacó de su bolsillo la única pertenencia de la empresa que no entregó, un
teléfono móvil con un localizador GPS de alta precisión. Anduvo con la pantalla
en las manos para encontrar el primer asentamiento humano de la zona, por San
Cristóbal Norte. Anduvo durante kilómetros desde la espesura del bosque oscuro
de la sabana de Bogotá, hasta encontrar la primera suerte de calle de una
naciente barriada. Su vista se nublaba, tenía sed, estaba cansado, sus pies se
arrastraban, como si su cuerpo fuera tirado por una cuerda. Vio a un taxi
aparcando al lado de una casa humilde. El taxista abrió la puerta de su casa y
en la cara del piloto, la puerta se cerró. Pero, el piloto tocó la puerta
desesperado. De ella salió un hombre alto y obeso, le preguntó que qué quería,
pero se negó a hacer una carrera tan larga y peligrosa a esas horas. Tras
ruegos e incentivos económicos, el taxista accedió a llevarlo a su casa. No
hablaron en el trasiego, el piloto se sentía atormentado. El taxi arrancó por un
extenso camino en el que el piloto durmió, y suspiró por un poco de sosiego,
ante esa descarnada Bogotá que se envilecía con el avance de la oscuridad.
Antes del incidente del 0074, la apatía
del piloto por su trabajo había ido creciendo. Tenía una novia que tenía una fe
ciega en las posibilidades de él, era ella la que más lo animaba a que buscara
otras profesiones acordes a sus capacidades, pero el muchacho, dentro de las
contradicciones de la nostalgia, resistía aferrado a su palmarés, diseñado por
el Ministerio de Defensa con el fin de que manejar drones de ese tipo
funcionara como un videojuego. Esa era la idea que tenía inmóvil al piloto ante
su futuro, creía que con su equipo y su pericia era alguien importante; pero
sin ese dron no era nadie. Al mismo tiempo, los muertos en su espalda lo
acomplejaban en esa sociedad de gentes bienpensantes, al punto de hacerlo
sentir como un marginal. Aquello era lo que lo clavaba en el suelo impidiendo que
se resarciera de su estado depresivo y melancólico. La falta de dinero fue la
que lo hizo levantarse para, al menos, cobrar por su último trabajo. Tenía que
dar con ese altivo centinela que lo había dejado tirado en el bosque hacía un
par de días. Intentó contactar con el empleado a través de la web corporativa
de la empresa de seguridad, pero no hubo respuesta, y los días pasaba mientras
el dinero se consumía.
Pasados unos días de tensa espera, el
piloto tomó la decisión radical de personarse en las oficinas de la empresa. En
el trayecto se figuraba cómo sería aquella importante empresa que le pagaba tan
bien. Se imaginaba un lujoso edificio acristalado, lleno de ejecutivos adictos
al café. El autobús se acercaba a un batallón, el geolocalizador indicaba que
ese era el lugar al que se tenía que dirigir, pero se resistía a creerlo. Con
dudas, se bajó del vehículo, se acercó a la garita y preguntó por la empresa de
seguridad. Un policía militar hizo una llamada y le indicó a otro compañero
suyo que lo acompañara a aquella enigmática sede. Por el camino, dubitativo, le
preguntaba al policía militar si estaba seguro de que allí eran las
instalaciones. El militar era parco en palabras, le dijo que sí en un par de ocasiones,
y después se negó a darle más datos. Las oficinas de la empresa estaban
compiladas en un edificio de tres plantas, ancho como toda una manzana,
atendido por una amable secretaria que se prestó para escuchar el pliego de
reclamos que tenía el piloto. La secretaria parecía tomarlo con indiferencia,
mientras el muchacho elevaba sus quejas. Lo escuchaba, pero no hacía un
esfuerzo por conectar con ese atormentado piloto cansado de matar. Ante la
pasividad, el piloto se preguntó si no sería él uno más de los que habrían
llegado allí a reclamar por motivos similares.
Pasados pocos minutos, el centinela apareció
en la recepción, su vista se clavó en el piloto, que cerró la boca como por
automatismo. Le dijo a la secretaria que ese asunto era de su competencia. El
viejo oficial sátiro había pasado a mostrarse amenazante. Metió al piloto a una
sala de juntas, y con rabia y vergüenza, le recordó que trabajaba para una
contratista del Ejército, y que ese numerito ante aquel que se lo encontrara se
lo iba a tener que ahorrar para siempre, porque el miércoles le ingresaría su dinero,
y su relación con la empresa quedaría suspendida indefinidamente: “Pero no
tiene el número de mi cuenta”, le dijo el muchacho con inocencia. “Eso es lo
que usted cree”, le soltó el centinela para desaparecer de la sala, dejando
solo al piloto.
El piloto dio media vuelta recordando
cómo lo adulaba hacía casi una semana ese “hijueputa”,
y un afán de venganza empezó a carcomerlo. En el autobús, de vuelta a su casa,
el piloto recordaba el gesto ausente de la secretaria, y del pensamiento que se
le había cruzado en la cabeza: que no sería él el primero en aparecerse de
aquel modo, que siempre se había hablado de manera encubierta de la existencia
de desertores de aquella empresa. Sin embargo, nunca los había buscado, no
sabía si era sólo una leyenda, o un colectivo real. Parecía que se tratara de una
agrupación ficticia, ya que la web de la misma empresa anunciaba jubilaciones
de oro a sus heroicos pilotos. Se preguntaba cómo era posible que existiera
gente que rehusara recibir ese dinero, y lo que suponía: un tratamiento
respetable, comodidades… pero al recordar su situación se desplomó ante la
evidencia, él era como ellos. Un excluido más, uno que los quería ver caer, que
quería desenmascararlos.
La diferencia entre los buenos desertores
y los malos desertores era que los últimos eran personas rebeldes, como ese
piloto descreído de la vida, que no quería que su nombre se vinculara nunca más
con el del Ejército, ya fuera por alguna acción pretérita, o por algo que
pudiera manchar su nombre en el futuro. Pasadas dos noches de obsesión en torno
a la existencia de esa tribu de rebeldes, el joven rastreó la existencia del
grupo en la red, y lo encontró. En efecto, existían y preferían mantenerse
ocultos, como desvelaba la dificultad para ser encontrados. Se trataba de un
foro de una treintena de personas registradas, con usuarios muy activos,
propicios para proponer debates para seguir al minuto, donde se formulaban
maneras de golpear a la corporación que los contrataba y revelar su relación
con el Ejército. No se barajaban ofensivas violentas, pero sí cómo complacer a
una prensa cómplice y dócil ante el relato oficial de las Fuerzas Armadas, cómo
ponerlas de su lado para que se abrieran a sus informaciones. Aquello era
indispensable para propiciar el jaque a aquellos asesinos de guante blanco.
Conforme pasaban los días, y los debates adquirían peso, se hacía más urgente
reunirse en persona.
Uno de ellos, el moderador de más rango
dentro del grupo, propuso una reunión física, pero anónima. Compartió una
ubicación GPS. La cita era en un bosque sin cobertura móvil, cerca de La
Calera, donde se reunirían a las 21:00 de esa noche, aquel miembro fundador los
convocó ahí, en la clandestinidad, porque “se tomarían las decisiones más importantes”.
Aquel día, el piloto se levantó de la mesa. Como una especie de tic, apartó su
portátil, miró la hora y pensó en que, si realmente le interesaba ponerse en contacto
con los desertores del foro, tendría que empezar a moverse. Ordenó lo más
urgente de su apartamento, se cambió de ropa, se vistió de negro, con el fin de
pasar desapercibido allá donde ese punto en el mapa lo llevara.
En Colombia, un país tropical y próximo a
la línea ecuatorial, no existen cambios de hora relacionados a las estaciones.
A las veinte horas, la negritud de la noche ya había tomado una ciudad que se
mantenía despierta entre ruido y neones. La cita era a las 21:00 h., eso
implicaba que el entorno estuviese cubierto por una oscuridad absoluta, allí,
en un bosque de terreno rugoso que le recordaba a esa nefasta noche en la que
fue abandonado por su empleador por no plegarse a sus deseos. El piloto llevaba
tiempo alejándose del núcleo urbano, pero Bogotá parecía eterna, y el punto al
que iba era tan remoto que ni el más pulgoso de los buses aparecía por allí. El
piloto tuvo la precaución de no llevar ningún objeto de valor, salvo su móvil y
su pistola, esa pistola que tenía para precauciones, y que no se quitaba desde
la tercera vez que había sufrido un atraco.
El camino parecía más corto, 1,8 km por
delante, según su geolocalizador. Los miedos empezaron a azotarlo conforme
avanzaba en las tinieblas del bosque empinado. Se recordaba bajando un bosque
así, asustado como un ratón fugitivo, la señal del geolocalizador aproximándose
al punto de reunión era lo único que podía tranquilizarlo. Apoyando su espalda
en el tronco de un árbol exploró la vista satelital del punto, era el risco de
un cañón bastante profundo. Implicaba peligro, pero quizás el moderador hubiera
preferido ese punto por algún motivo en particular. Era un canto de roca y
tierra que sobresalía del bosque hacia un abismo. Tierra que avanzaba sobre el
vacío.
Un total de doce miembros confirmaron
asistir a la reunión. El piloto no fue de los primeros en llegar, había sido el
quinto, con su timidez característica saludó a sus compañeros, que se
identificaban con sus nombres de batalla. Él se había identificado como
“Abrecartas”, todos supieron que era el nuevo, y fueron generosos en consejos
ante los despreciables e inhumanos gestos de la empresa. A cuentagotas, fueron
llegando más participantes, todos se fueron identificando, algunos contaban sus
batallas, y otros, como el piloto, preferían ser más cautos con sus palabras.
Tras la travesía hecha por todos, las voces sonaban emocionadas por llegar, y
el encuentro con sus compañeros de fatigas, los llevaban a un júbilo propio del
de los náufragos rescatados.
Habían llegado once, faltaba uno. Los
jóvenes hablaban entre sí sin quitarse sus respectivas máscaras. La mayoría de
las voces exhalaban juventud y osadía. Después de las batallas propias del
pasado, prosiguieron con esos debates que tenían lugar en el foro, pero con un
ánimo más distendido y un tono más amable que el del frío lenguaje virtual. La
atmósfera distendida se rompió cuando llegó el miembro más antiguo, el que
había creado la red con los desertores, el respetado moderador. El grupo pasó a
guardar un silencio atento ante la llegada de aquel hombre que se aparecía con
un gran morral al hombro, quebrando la primera norma del encuentro: no llevar
nada que no fuera indispensable. Los jóvenes integrantes del grupo pensaron que
quizás portaba algo necesario para llevar a cabo alguna exposición. La voz de
ese hombre detentaba un nivel de autoridad que lograba que los demás
obedecieran, como si él fuera el maestro de ceremonias. Descargó su mochila en
el suelo, y adentró sus manos en el equipaje. “Gracias por venir, compañeros,
coloquémonos en semicírculo; de cara al cañón, por favor.”
Al abrir la bolsa, se levantó con un
fusil M16 que disparó en ráfaga con la pérfida intensión de tirotear a todo el
grupo de jóvenes, vaciando sus cargadores, empezando por la izquierda, donde
estaba el piloto. El muchacho se lanzó en plancha al suelo, los demás pilotos
gritaban agónicos mientras el sádico moderador clavaba sus balas en sus
cuerpos. El ruido de la ráfaga de disparos se potenciaba con el eco, y
retumbaba en los huesos de los muertos, y los que iban a estarlo. El piloto
reptaba todo lo rápido que podía para esconderse en el oscuro bosque, tras el
grueso tronco de un longevo árbol. Cuando el moderador creyó haber ejecutado a
todos los miembros del grupo, su ansia de sangre lo llevó a sacar una pistola,
con la que iba, muerto a muerto, rematándolos como si quisiera sacarles el alma
a disparos. Tras el tronco del árbol, el piloto sacó su pistola, la cargaba con
la templanza que lo caracterizaba. Se levantó, se escondió detrás de otro árbol
y, en cuanto tuvo ocasión, le plantó tres tiros por la espalda al desequilibrado
que había orquestado esa masacre.
El pirado del M16 y una desertora muerta
cayeron al tiempo hacia el desfiladero. Una intensa conmoción alcanzó al piloto
ante el rosario de muertos que se dibujaba en forma de semicírculo, como si
fuera una especie de ritual satánico, o algo más macabro en lo que él también
podría haber caído. Solo un nivel de enajenación muy profundo podría explicar
esa acción. Rogaba que ojalá pudiera haber manera de saber quién era el
asesino. Notó en la oscuridad un montículo, era la mochila de donde el tipo
había sacado el arma. Abrió un bolsillo interior, miró una enseña con la
linterna de su móvil. Teniente Coronel Jaime Alfredo Bustos Márquez, en la foto
identificativa figuraba el rostro ajado y cínico del viejo “centinela”.
La rabia empezó a pudrir al piloto por
dentro. Era ese militar el que había maquinado la existencia de ese grupo de
disidentes como manera de deshacerse de aquellos que “sabían demasiado” y se
resistían a ser indemnizados de buena manera. Abrió su ordenador, crackeó la contraseña con
la ayuda de su teléfono, y ahí vio los perfiles de esas doce personas
destinadas a morir. Vio su propio perfil: su foto, sus datos, sus preferencias
y hasta su debilidad más personal: la marihuana. El piloto sujetaba el ordenador
tembloroso, haciéndose mil preguntas. ¿Y a él?, ¿quién se preocuparía de ese
militar, su destino y sus métodos? Seguramente habría alguien que ordenara y
diera luz verde a sus operaciones, pero averiguar de quién, o quiénes, era como
buscar una aguja en un pajar.
No era ningún militar ocioso con sus
datos; era un experto en seguridad informática, del que tenía la certeza de que
no encontraría nada. Luego pensó en que, si se llevara ese portátil para
escudriñarlo en su casa, su vida correría cierto peligro, el equipo podría
tener un chip para que fuera localizado. En ese momento, con la violenta ráfaga
de disparos retumbando en su mente, el piloto pudo empezar a atar cabos. Tal
vez la existencia de la empresa de seguridad fuera una iniciativa encubierta
impulsada por ese oficial, un emprendimiento que se había convertido en algo
tan molesto y peligroso para las Fuerzas Armadas, que lo mejor sería aniquilarlo
de aquella manera, aprovechando un verdadero anonimato. Con esas cábalas en
mente, el piloto sentía la necesidad de contar qué había ocurrido esa noche en
ese bosque. Bajó corriendo, serpenteando los árboles en la oscuridad, mientras
pensaba en la prensa. Esa noche, desde el autobús que lo sacaba del macabro
bosque, buscó a un periodista al que seguía por encargo. Contactó con él, se
vieron sin importar la hora. El periodista grabó su testimonio, el piloto pidió
anonimato. Mandaron notas, dosieres, pruebas. Ese periodista se encargó de que
la información llegara a manos de todos los medios de comunicación de la
capital, podría desatarse un auténtico maremágnum
de ser publicadas las denuncias del piloto.
Dos días después, Nixon Javier Niño
Morales, conocido por su empleador como “el piloto”, era velado en una sala
ubicada a dos calles de la casa de su madre. Nadie supo qué había pasado, todos
insistían en que el muchacho no se metía con nadie. Fue víctima de un disparo
que lo alcanzó por la espalda, cerca de su casa, pasados pocos días de su
hallazgo. Nadie vio nada, ninguna persona observó a nadie extraño en su
entorno. Era como si un fantasma le hubiera disparado por la espalda, justo en
la cabeza, para dejarlo boca abajo, tirado en la calle, siendo el epicentro del
pavor en el lugar. Su muerte sigue siendo un misterio. Nixon presintió su deceso
cuando se dio de bruces con el silencio mediático, nadie tuvo el valor de
publicar sus informaciones. Tras acabar ese día buscando su noticia, medio a
medio, le escribió a su mejor amigo. Nixon estaba borracho y desesperado, pero
aún atisbaba lucidez: le pasó un par de archivos “por si le pasaba algo”. No
quería que nadie más sufriera otra represalia, por lo que formateó su disco
duro, y lo taladró para que quedara inservible. Uno de los archivos delegados
por Nixon fue una carta a su madre, en caso de que su muerte tuviera lugar. Una
carta en la que le contaba qué había pasado, por qué había muerto, y quiénes
eran sus enemigos. La señora Josefina Morales es sólo uno de los testimonios de
los desaparecidos de la Colombia del 2031. Gracias al apoyo de una ONG local
que trabaja, sobre el terreno, por el respeto de los Derechos Humanos, hoy su
testimonio cobra luz.