Amaru - Jorge Salazar

Que el silencio puede mentir, me dijo ese borracho pelirrojo de ojos henchidos y ropas sucias. Nos separaba una fila de libros de lomo gordo. Me impactó, me senté a su lado, quería conocerlo. No sé quién estaba más borracho de los dos, pero lo único que sé es que jamás volveré a sentarme en la misma mesa con esta persona. El borracho dijo que estaba enfermo por la lectura, y a mí su figura en sí me parecía un manantial de inspiración. En una callejuela de Toledo, llegando a Zocodover, nos sentamos en un diminuto bar recubierto de madera. El mendigo se sentó a mi lado izquierdo, en la barra. Cuando vino el camarero, abusó de mi generosidad y pidió un whisky a mi cuenta; yo no iba a ser menos, quería también mi whisky. Ese que el mendigo miraba con ojos melancólicos.

“¿Sabe? Hacía al menos cinco años que no me tomaba un whisky así, lo recurrente es el cartón de vino, o del que se consiga. Es lo cómodo”, me dijo el borracho pelirrojo. Se sacó una cajetilla de cigarrillos, encendió uno y cargó mi expresión de estupefacción. El camarero se acercó presto, desde el otro lado de la barra, le dijo: “¡Caballero, aquí no se puede fumar!”. El borracho descapulló la punta del cigarro y se lo guardó en su arrugada cajetilla de Marlboro. “¡Maldita Ley Antitabaco!”, masculló entre dientes mientras le daba topes con las uñas a la punta de su cigarro, para verla caer incandescente al suelo, como un pequeño meteorito avecinándose a la superficie, atraído por la gravedad. El pie de Ignacio Amaru aplastó la chispa del cigarro, aún caliente. Levantó la vista, le dio un trago a su whisky y se relajó.

“¿Sabes?, muchos escritores me dejan sus libros. De veras, conozco a varios. Sería un gusto leerte”, me dijo con mirada lisonjera, a mi izquierda. Alzó su copa y la chocó con la mía, recién servida. El primer brindis con Ignacio, el borracho. Entonces me pidió que contara de qué iba mi novela. En ese momento me sentí más fluido de lo normal, espirituoso por el whisky, y le conté que es la historia de la maquinación de un asesinato y sus consecuencias. Así de liso y llano.

Ignacio, el borracho, puso cara de decepción. Las comisuras de sus labios bajaron incomprensivas, y su mirada titubeaba por el desconcierto. Me vi obligado a reaccionar, le conté que es la historia de dos extraños que se conocen en un bar de la Mancha, y bajo una propuesta de negocio, uno de los extraños, el rico, enloquece y le pide a su conocido que asesine él a su esposa. De este modo se gesta el nacimiento de un plan macabro para eliminar a la mujer del rico, con nefastas consecuencias para todos, en una búsqueda de redención y gloria por parte de sus personajes.

El borracho volvió a alzar su copa, ya por la mitad. “Qué gran argumento”, me dijo. “Ahora sólo queda comprobar cómo lo has hecho”. Lo miré directo a los ojos. El escrutinio de la mirada enrojecida y venosa del borracho me removía. Existían personas capaces de diseccionar las frases para encontrar su oro. Ignacio abría su zamarra de libros y empieza a sacar uno. Yo lo observaba. ¿Y si fuera todo una estrategia del borracho para conseguir libros inéditos? Ahí se ponía, con su pila de libros haciéndole de pared, apoyado en la pared de verdad, la de la vitrina expositora, por fuera del local, aguantando la lluvia mientras degustaba un libro con la luz tenue de los días lluviosos, y con una cachonda taza amarilla con la que pedía dinero a los transeúntes. La pila de libros. Quien quisiera conocerlo se fijaba antes en la pila de libros, que en él, lo más cercano a una biblioteca ambulante. Y picaban los escritores, y le daban sus libros, más que dinero, ¿y para qué quería los libros?, ¿sería verdad?, ¿era Ignacio un cazatalentos? Me ruboricé al pensarlo, empecé a sentir unos trances de pánico que mitigaba con tragos de whisky. Sacó una agenda con el logotipo de Planeta y la puso sobre la barra.

“Repíteme el nombre de tu obra, por favor”. Dijo sujetando una pluma volando rasante sobre una hoja amarillenta de agenda antigua en la que habían apuntados nombre que empezaban por “J”, y sus teléfonos. “Seis litros de sangre”, dije con voz de pito. “Y tu teléfono”, me pidió. Se lo dije, cerró su agenda de Planeta y la guardó en la enorme zamarra

El travieso Ignacio Amaru era un díscolo elemento de la industria editorial de Madrid. Hastiado de la vida tóxica de las ciudades, huyó al Casco Antiguo de Toledo para confundirse entre los limosneros, y pescar lo más selecto de la literatura toledana de aquel modo tan heterodoxo. Cuando me di cuenta de esto, me bebí de un trago el whisky que me quedaba, y empecé a preguntarle por su intención de conocer libros inéditos. De nuevo esa mirada de serpiente me estremeció. No me dijo nada, sólo me miraba como si intentara decirme algo profundo con la mirada. “¿Eres un cazatalentos?”, le pregunté. “¿Qué?, ¿cazatalentos de qué?, preguntó él como si lo hubiera sacado de contexto. Se hizo el tonto, que no sabía de qué le hablaba. Le di la mano con rapidez, abrí la puerta de cristal del bar, y salí corriendo. Como si estuviere preso de mal de ojo. Era de ese tipo de personas que conocía una vez cada diez años, que llegaban como frías brisas inesperadas, y me removían el alma con fuego y embrujo. El whisky se me repetía y me quemaba aún la garganta. Bajé a mi casa. Mi novia me odiaba por haberme perdido tanto tiempo. Se planteó que nos fuéramos de Toledo esa misma noche. Estaba muy enfadada. No sabía cómo disculparme y sólo podía llorar en un rincón mientras fumaba. Cuando me vio tan mal, me acogió con su abrazo y me hizo sentir bien. La echaba mucho de menos. La amo. Y aunque vengan los mercaderes disfrazados de limosneros, prefiero evitar la aventura. 

Hace un mes recibí un mensaje a través de Amazon. Era Ignacio Amaru, me pidió mi dirección y dijo que me quería hacer llegar una carta. Y la carta llegó, la alegría de todos cuando conté esta historia me oprimía. Casi todos me presionaban para que abriera esa carta cuanto antes, y de tanto que me lo decían, yo, por rebeldía, hacía lo contrario. Había otros que me decían que seguro sería un chalado y que le había “comprado su cuento”. Mi humilde pretensión era que el tiempo se encargara de sepultar el peso de su contenido. Lo sé, cualquiera la habría abierto, pero es tal mi autocontrol, que la puse sobre una pila de libros, y dejé por la parte de arriba el remite de Ignacio Amaru de Toledo, y por el momento no se me pasa por la cabeza abrir ese sobre.

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