hipocresía clínica jorge salazar

Antonio llegaba tarde a la consulta con el psicólogo que le había recomendado su esposa. Era la tercera maldita vez que tenía que ver a ese soplapollas embutido en sus pantalones pitillo, con sus frasecitas manidas y sus “entiendo”. Antonio era un tipo alto como una espiga y con algo de sobrepeso; distaba ya de ser el atleta que ya había sido. Por eso le quedaba justa la camiseta que se había puesto esa tarde, que se había puesto casi al tuntún, sin elegir. El psicólogo, un tipo joven y de pinta amable, al que le costaba soportar, lo invitó a que se sentara. Justo cuando cruzó la puerta del despacho, Antonio, de mirada de lechón, y pelo rubio se acomodó como un bulto de patatas sobre el sillón que lo aguardaba, y acomodó su gesto. Tras el alivio de sentarse, miró con atención al psicólogo, que le tenía una sonrisa preparada.

—Bueno, Antonio, tu mujer me ha dicho que has tenido algunos cambios de comportamiento durante estas semanas, quiero que me hables sobre lo que tú crees que puede ocasionar esos cambios ―preguntó el psicólogo, preparándose para tomar nota.

—¿Sabes cuando olvidas algo por completo y luego lo recuerdas; pero es un recuerdo tan malo que tu mente ha optado por olvidarlo? Eso me pasa a mí ―se expresó nervioso el paciente, moviendo las manos desasosegado.

—¿Qué has recordado? ―preguntó el psicólogo siendo incisivo con su ceja arqueada.

—Iba el otro día con mi esposa caminando, buscando una casa para comprar. Por petición de ella pasamos por un barrio, que yo considero fuera de nuestras posibilidades, pero ella me contó que había viviendas abandonadas por sus dueños que se podrían conseguir. Le dije que sí por probar. Llevaba años sin pisar ese barrio. Y hubo algo muy curioso, Manuel: Cuando iba caminando por ese barrio, me asaltó el recuerdo de una casa quemada; una casa devorada por el fuego, apagada, una mañana; con las paredes ennegrecidas y echada al abandono. Este recuerdo, o esta imagen, me vino en el momento en el que pisé ese barrio después de años. Yo quise dejar de pensar en esa casa calcinada, pero el recuerdo era inevitable. Bajamos al barrio de chalets de clase acomodada, íbamos caminando por una calle del fondo…Verá, Manuel, quizás mi mujer se refiera a los cambios de comportamiento como el que tuve aquella noche por ese barrio. Me abstraí por completo, dejé de hablarle, enfoqué toda mi atención en desenmarañar ese conjunto de recuerdos que ahora se enhebraban y estaban ahí para contarme algo. Cuando superé mi silencio, recobré el habla; pero para no asustar a mi mujer; le pregunté por las casas, que si veía alguna abandonada. Ella empezó a decirme algo, pero le juro que no la escuché; a nuestra derecha acabábamos de encontrarnos con la misma casa que yo había rescatado de mi recuerdo, pero de noche.

Antonio hizo una pausa en la que apoyó los codos sobre las rodillas y continuó―. Era la misma casa, las mismas paredes tiznadas por el humo negro que salió por las ventanas en algún momento, a saber cuándo, no tenía manera de saberlo, ni comprendía por qué era tan importante, y por qué era tan imperiosa la necesidad de saberlo, de ordenar todo lo que parecía un mosaico de recuerdos. Mi mujer, sin duda, estaba desconcertada, me miraba desde la distancia, sin querer hacer preguntas, esperando el momento de las respuestas, pero pasaban los minutos y ese momento no llegaba, y cada vez pasaba más tiempo en silencio, caminando a su lado, pero sin dirigirle la palabra. Así pasamos un buen tramo de calle, en completo silencio. Era una calle extremadamente larga, que circunvalaba toda la urbanización, se tardaba casi una hora en recorrerla de principio a fin caminando. Estuvimos como desde más de la mitad de esa calle, hasta el final, en silencio, entonces alcé la vista y vi las torres de una mansión. Y mi memoria me obsequió otro perturbador recuerdo. Me estaba fijando en esas torres que había rescatado de mi memoria ―decía Antonio como dibujándolas con las manos, en dirección descendente―. No habían cambiado mucho, pero antes eran más majestuosas, con el paso de los años se habían vuelto amarillentas, habían envejecido. Me acordé de haber estado en esa mansión, en una sala oscura, con mujeres, alcohol y drogas. Recordé haber salido de esa habitación, mirar por el balcón, y encontrarme en el jardín con un íntimo concierto de música punk en el que medio centenar de adolescentes extranjeros, de greñas, imberbes y con camiseta negra se pegaban en un violento pogo. El recuerdo se quedó ahí, atormentándome, como un ratón encerrado en un laberinto, sin encontrar salida. No comprendía por qué no podía contarle a mi mujer lo que estaba pasando por mi cabeza en aquel momento porque una paranoia me controlaba como si hubiera tomado alguna droga, no me fiaba ni de mi sombra. Fue duro encontrar esa amalgama de recuerdos y verme incapaz de comunicarlos. Te juro que no tenía un motivo para estar callado, ninguno. Pero el recuerdo me había atrapado como cuando las arañas cazan a las moscas. La mansión no había sido abandonada, como la otra casa, aquí había gente. Quise ignorar el recuerdo, pero la confusión me aturdió de golpe, y la paranoia me llevó a correr hacia un cruce que tenía la calle. Corrí con fuerza, con velocidad, corrí como alma que lleva el diablo. ¿Usted cree que en algún momento pensé en mi mujer?

—Me imagino que no ―respondió el psicólogo.

—Pues la dejé sola mientras salí corriendo y sin dar una explicación.

—¿Y cuándo paraste de correr?

—Cuando me paró otro recuerdo.

El paciente hizo una pausa para poder reponerse del bochorno. El psicólogo le ofreció un vaso de agua, lo notaba fatigado. Antonio se restregó las manos por la cara, y después de bajar la vista al suelo, volvió a mirar la expresión confusa y expectante de su terapeuta.

—Cuando había avanzado media calle, tomé el cruce, llegué a una esquina y encontré otra casa incendiada. Me paró como un rayo, me dejó tieso. Clavé los pies en el suelo y otro recuerdo empezó a llamar a mi puerta. Recordé haber visto esa casa por televisión hace unos años, en 2008, cuando tuve mi primer episodio de manía. Hubo una ola de incendios por ese barrio durante una noche, por algún motivo las cadenas grandes vinieron al pueblo…, bueno, por ese motivo. Entonces, al ver aquella casa esquinera, completamente ennegrecida por el humo, y sumida en el abandono, todos mis recuerdos encajaron, liberando nuevos recuerdos que me ayudaron a comprender todo.

—¿Qué había pasado? ―preguntó el terapeuta.

—Cuando salí de la habitación de la mansión, por lo visto subí al escenario y arengué a los muchachos que habían para que vinieran a quemar casas conmigo como señal de protesta.

—¿Protesta de qué? ―interrumpió el psicólogo, incrédulo.

—¡Ojalá lo supiera! Creo que había una huelga, hablábamos de apoyarla de ese modo. Unos diez críos me acompañaron durante la madrugada a incendiar varias casas del barrio. Supongo que lo harían por diversión, más que por mis convicciones políticas. Cuando el recuerdo se antepuso ante mí, me paralicé para contemplar como en el escenario negro de mis ojos cerrados se presentaba la función de unos personajes conocidos, en otro tiempo, en otra parte, destruyendo, incendiando, corriendo como locos. Luego abrí los ojos, miré hacia donde venía mi esposa, pero no pude decirle nada. Ella insistía preguntándome, pero yo no podía decirle nada. Esto lo recordé hace unos días cuando hacía unas chapuzas en casa, pensando, ¿sabe?. Pero a día de hoy ella no sabe del viaje por los recuerdos que viví a su lado durante esa noche.

El psicólogo acomodó sus codos sobre las rodillas, miró furtivo al móvil, y le devolvió la mirada con gesto preocupado.

—Es posible que el arrepentimiento que sientas te bloquee el verbalizar lo que pasó, pero conmigo lo hiciste; lo cuál indica que eres capaz de hacerlo. Sabes estructurar lo que ocurrió a raíz de las evidencias con las que te fuiste encontrando. Ahora, ¿qué te impide decírselo a tu mujer?

—No, puedo, Manuel. Esa noche murió alguien muy importante para ella, y todo parece indicar que lo maté yo.

—¿Quién murió? ―preguntó el psicólogo reposando su mano en su mentón.

—Su perro. Hicimos un sacrificio satánico con él… Ella no lo ha superado aún. Yo apenas recuerdo las barbaridades que hicimos con ese pobre caniche. Verá, la insistencia de ella por vivir en ese barrio era porque allí había crecido, hasta que se fue…

—¿Por el perro?

—Sí.

Antonio miró sus zapatos con vergüenza y luego buscó una mirada aprobatoria en su terapeuta: “Ya ve, así son los recuerdos, y ese lo tenía atragantado, totalmente bloqueado. No había podido recordarlo ni cuando la conocí, ni cuando vi tantas veces las fotos de ese animal en su casa, ni de todas las veces que me había hablado de él. La compadecía, sin cinismo, con inocencia, como si yo no tuviera nada que ver…”

—Entiendo ―dijo el psicólogo con la mueca torcida―. Antonio, ¿te parece si seguimos hablando de este tema en una próxima cita?

—Claro, Manuel.

—Está bien. En dos semanas, el martes a la misma hora, ¿te viene bien?

—Sí.

Antonio echó mano de su cartera, sacó un billete de 50€ y se lo dio con lástima al psicólogo. Ambos se levantaron de sus sillones, se dieron un apretón de manos, Manuel acompañó a su paciente a la puerta, salpimentando los pasos con palabras de aliento, cerró la puerta de madera y sólo pudo pensar en el grandísimo hijo de puta al que acababa de atender. A Manuel se le acababa la paciencia con sus pacientes, cada vez le resultaban más insufribles. Deseó que a ese espigado larguero barrigón una banda de adolescentes drogados lo sacrificaran, siguiendo el más sangriento y doloroso de los sacrificios. Sentía asco por ese ser, no lo podía disimular más. Sus manos empezaron a temblar, se metió en la boca un Diazepam, lo tragó con agua y se fue a la ventana a echarse un cigarrillo. “Maldito Antonio”, pensaba mientras no paraba de fantasear con las peores muertes posibles para aquel ser. Fue como si hubiera visto a su vijo perro, Lennon, clavado por estacas, prendido por el fuego de los cobardes. “Maldito Antonio”. En dos semanas tendría que volver a verlo, fingir una sonrisa al verlo llegar y hacer porque se sintiera cómodo frente al tipo que más lo odiaba en la faz de la Tierra.

Lo que sentía Manuel por su paciente era todo lo contrario que aconsejarían en un manual de ética, era odio intestinal, fastidio por ser testigo de su respiración, de su voz gangosa, del aleteo de sus fosas nasales cuando parecía atribulado. No sentía la más mínima empatía por él, un enfermo bipolar estabilizándose en su diagnóstico. Alguien, quien lógicamente habría hecho cosas “locas”, pero demasiado odiosas como para que él las pudiera soportar. Lennon murió en el caluroso junio de 2.008. Había sido raptado una noche de finales de mes por unos adolescentes que le metieron una lanza por el culo, la habían sacado por la boca, y lo habían puesto a asar. Hijos de puta.

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